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Nos sobran los motivos…, Bosnia y Herzegovina

Eran sobre las 11:00 de la mañana del 18 de Mayo cuando llegamos a nuestra catorceava frontera, un pequeño puesto entre montañas de frondosos bosques, a casi mil metros de altura. Era de todas las fronteras que habíamos cruzado, la que se me representaba más curiosa y extraña, en seguida me di cuenta de que carecía de bandera. Hasta entonces saltándonos las reglas habituales de seguridad fronteriza, habíamos convertido la foto en en los confines de cada país en un ritual irrenunciable. Incluso en las fronteras Chinas con todas sus cámaras de vigilancia y sus estrictas medidas de seguridad, habíamos inmortalizado nuestro paso en bicicleta por sus aduanas.

Observé con detalle el edificio fronterizo, nuevo, con todo bien ordenado y recién construido, pero ni ondeaba una bandera nacional, ni tenía el habitual cartel de bienvenida a un nuevo país. Yo llegaba atento, curioso de ver cómo funcionaba la solución política que se había dado a ese territorio, y en el que hacía tan solo hacía 24 años se había producido la última guerra en pleno corazón de Europa. En ella los españoles, primero como integrantes de la OTAN y después bajo el mando de Naciones Unidas, con sus cascos azules, habíamos tenido una importante presencia. Mostar, Sebrenica, Vukovar… todas esas ciudades bosnias, habían sido tan habituales en los telediarios españoles a principios de los 90, que en cierto modo para mi tenían algo de españolas.


Reconozco que en aquella frontera, aunque no esperara ser recibido por un ex-criminal de guerra, el policía de fronteras me sorprendió por su jovialidad. Quizás no fuera un chetnick*, pero si lo era lo disimulaba muy bien. Tomó mi pasaporte lo giró un par de veces, con la profesionalidad de quién lleva media vida realizando los mismos movimientos, y me dijo en inglés:


- Entonces español. No son muchos los españoles que vemos en esta frontera.

¿Cuál es su equipo de fútbol?


- No creo que lo conozca, un equipo del sur, no es de los más famosos: El Betis.


- ¡El Real Betis!, claro que lo conozco, camiseta verde y blanca. No es pequeño, es un buen club. Dijo sonriendo.


- Y usted, ¿De que equipo es?


- Yo soy del Crvena Zvezda. Algo así creí escuchar en palabros serbios.


- Ustedes le llaman Estrella Roja, jajaja...


Seguidamente el policía, con la misma bien calculada amabilidad y profesionalidad que había manejado los pasaportes, nos dijo bienvenidos sin decir a donde y nos dio la orden de avanzar.


A la frontera llegaron casi simultáneamente, pero en dirección contraria, una pareja de jubilados alemanes con una gigantesca autocaravana, a la que habían adosado un remolque sobre la que trasportaban uno de esos pequeños coches, un Smart. “Yo-también-policía” le dijo el teutón al guardia en el inglés germánico de las películas, sacando medio cuerpo por la ventanilla. El guarda de fronteras sonrió, aunque su cara reflejó abiertamente un “me la pela” y se fue a comprobar toda la documentación en su ordenador. Yo me preguntaba por que nos gusta tanto a los policías decir lo que somos. Es lo mismo que les ocurre a otros profesionales, los abogados por ejemplo ¿Cuántas veces he tenido que escuchar? “Usted no sabe con quién esta hablando, yo soy abogado” .


Llegaron también un grupo de tres jóvenes adolescentes eslavos, vestidos con maillots, en bicis nuevas y caras, altos, de ojos claros y que al vernos comenzaron a ametrallarnos con sus preguntas: ¿De donde son ustedes? ¿De donde vienen con sus bicis? ¿Duermen en cámpines o en hoteles?¿Y donde van?...Luego llegaron más jóvenes y con ellos mas preguntas, y por último más retrasados: los padres. Los pobres padres llegaron medio asfixiados de la subida hasta el puesto fronterizo. Tan asfixiados como nosotros habíamos llegado unos minutos antes. Nos contaron que venían de Trebinje, la primera ciudad tras la frontera Montenegrina en territorio de Bosnia y Herzegovina y cuyos habitantes son, no por casualidad, todos serbios ortodoxos. Pero esto es una cuestión que aclararé más tarde.



Todo parecía relativamente normal en la frontera. Yo me había imaginado una Bosnia y Herzegovina cuyos ciudadanos, de tres diferentes grupos religiosos y étnicos distintos, permanecían aún en cierto modo enfrentados tras una paz que había sido impuesta a la fuerza por las organizaciones internacionales. Me imaginaba un territorio comanche, sin guerra en las calles pero en las mentes, un rencor aún todavía latente en las entrañas. Dicen que las guerras civiles son de todas las más crueles, de eso sabemos mucho los españoles, me refiero a los mayores. Enfrentan a familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos destrozando miles de hogares directa e indirectamente y terminada la guerra deben todos seguir conviviendo juntos en un mismo territorio. Lo de Bosnia había sido una guerra civil a tres bandas: serbios ortodoxos, croatas católicos y bosnios musulmanes, todos contra todos en un genocidio reciproco, una limpieza étnica sistemática para terminar con los vecinos que eran, pensaban y creían diferente. Había terminado hacía solo veinticuatro años. Yo había vivido esa guerra de Bosnia con las noticias de los telediarios cuando apenas había cumplido los 18 años, recuerdo a Arturo Pérez Reverte por entonces reportero de guerra (esos si que eran aventureros, no los de ahora), contándonos y mostrado en sus reportajes de la Primera, durante los telediarios lo que estaba ocurriendo en los Balcanes. Después llegó su libro Territorio Comanche que me leí de una sentada en una sola noche.


Sin embargo esa mañana, hasta ese momento no había nada de eso, todo parecía normal, salvo una frontera sin bandera. Bajamos entre montañas llenas de bosques, exactamente los mismos bellos paisajes escasamente habitados que habíamos disfrutado al otro lado de la frontera, al este de Montenegro. Pasados cuatro kilómetros, un gran y extraño cartel al margen derecho de la carretera nos daba la bienvenida a la República Srpska. Me resultó extraño y tardé en comprender a que país se nos daba la bienvenida, llegué a pensar que se trataba de un cartel maliciosamente olvidado tras la guerra y me di cuenta de que debía leer y aprender un poco más de lo que en ese territorio había ocurrido tan solo hacía una veintena de años.



En realidad la República Srpska era una de las dos entidades políticas creadas en los acuerdos de paz de Dayton, que creaba exnovo un nuevo país soberano llamado Bosnia y Herzegovina, y lo dividía a la vez en dos entidades políticas federadas: una de población predominantemente croata y bosnia musulmána, denominada La Federación de Bosnia y Herzegovina y otra de preeminencia Serbia: la Republica Srpska.


Aquel extraño cartel para nosotros en aquel momento, significaba que estábamos entrando por el este de aquel país sin bandera, a través de una zona de mayoría Serbia. La idea con la creación de este país con forma federada, que une a ciudadanos de las tres etnias enfrentadas en la guerra en una misma entidad política, es que los huidos pudieran regresar a sus hogares, aunque lo cierto es que desde que pasamos los lindes de Bosnia y Herzegovina no parábamos de ver casas abandonadas de croatas o musulmanes en el territorio predominantemente serbio y unos días después el mismo fenómeno en territorio croata, con huidos serbios.


Pedaleados un par de decenas de kilómetros paramos a comer a las orillas del rio Trebisnjica, en un merendero. Sacamos algo de comida de las alforjas. Yo estaba especialmente entusiasmado en hincarle el diente a medio kilo de carne curada enmallada en un cordel, que me parecía que podía parecerse al jamón serrano. Estando en estas tareas de preparar el almuerzo, vimos un chico de unos 18 años que se nos había quedado mirando con curiosa timidez y pareció desaparecer misteriosamente entre los arbustos. Cuando volvimos a verlo cerca de las orillas del rio nos dimos cuenta de que recogía botellas vacías, envoltorios, papeles y toda clase de basura que había en los alrededores del merendero y los guardaba en un par de bolsas.


Era un lugar precioso, con una gran mesa de madera y dos bancos rodeados de árboles que daban una agradable sombra en una pequeña meseta que se asomaban a las trasparentes aguas del rio Tresbisnjica, con el único incómodo desatino que la basura que se acumulaba a su alrededor. Saludamos al joven y nos unimos a él juntando todo lo que otros desaprensivos habían tirado por los suelos, en total juntos llenamos cinco grandes bolsas. El chico penas si hablaba inglés, pero no hacía falta que nos dijera nada, a veces las miradas y los silencios pueden decir más que las palabras. Agradecido se desvaneció como había aparecido, caminando lentamente con las bolsas entre unas casas de piedra medio derruidas.

He conocido ya a varias personas que van al campo con una bolsa extra para recoger sin complejos las basuras que otros dejan. Siempre han sido para mi objeto de admiración, y trato de imitarlos, aunque no es que diga que es agradable recoger la basura de los demás. Tengo que reconocer que no esperaba encontrarme alguien así en un pequeño pueblo de Bosnia y Herzegovina.


Llegamos a Trebinje, una pequeña ciudad con un bonito centro histórico, lleno de carteles en cirílico y niños jugando en sus jardines. Ni rastro de la guerra. Marleen volvió a decir por tercera vez en nuestro viaje: “Ahora si que tengo la sensación de estar en Europa”, era una frase que me empezaba a resultar familiar. Se la había escuchado primero en Georgia y después en Grecia, pero quizás en ese momento lo quería decir era que se sentía como si estuviera en un pueblo del centro Europa. De hecho a mi también me dio la sensación de estar en algún pueblo austriaco cerca de Viena. Trebinje tiene una fuerte influencia austro-húngara, sazonada con restos del periodo otomano.


Vimos un buen número de iglesias ortodoxas y alguna mezquita reconstruida, aunque al menos siete desaparecieron durante la guerra de Bosnia. Sus antiguos ciudadanos croatas y bosnio-musulmanes también desaparecieron. Un buen día tras la disolución de Yugoslavia fueron advertidos de que debían huir con urgencia de la ciudad, se acercaban los batallones destinados a la limpieza étnica y se vieron obligados a abandonar a la carrera sus casas. Hoy la ley les da garantías de volver a sus hogares aunque por lo que hemos visto todavía la mayoría de esas propiedades permanecen abandonadas.


Cambiamos en un banco algunos euros por Marcos Convertibles (MK), la moneda que también es de curso legal en Serbia. Es una moneda satélite de una divisa desaparecida: el marco alemán. Aprovechando que ya teníamos dinero, nos sentamos en una cafetería del centro de la ciudad. Junto a la muralla otomana, una señora bien vestida vendía cajas de cigarrillos y otras chucherías sobre una caja de cartón y algunos jóvenes jugaban con un balón en el parque. Nos tomamos un café y nos conectamos a internet para dar novedades a nuestras familias, después de dos noches acampando en la naturaleza. No habíamos mandado todavía el primer mensaje cuando un tipo calvo hablando inglés con acento alemán se acercó, acompañado de dos mujeres: su mujer y al parecer una compañera de trabajo. Nos preguntó sin presentaciones de donde éramos, y nos comentó que le habían llamado la atención nuestras bicicletas con aquellas enormes alforjas.


Mike lo que quería era charlar y empezó a vomitarnos un monólogo sobre como llegó con sus huesos a Bosnia, era uno de esos tipos que no puede parar de contar cosas, y que de vez en cuando te pregunta algo para dar la impresión de querer escuchar, pero en realidad todo lo que le cuentas le entra por un oído y le sale por otro. A él lo que le interesa es transmitir, contar su historia y mostrar todo lo que sabe y lo hacía con el estilo muy especial: el de los militares de las cantinas de las películas del Vietnam.


Mike había sido sargento del ejercito alemán cuando llego en plena guerra a la antigua Yugoslavia. Fue enviado con su pequeña unidad militar especializada para cartografiar y hacer los mapas del territorio bosnio y tras la guerra se quedó a vivir en Sarajevo. La parte fundamental de su trabajo había sido definir en mapas oficiales tres zonas: Las no minadas, las minadas pero limpiadas y las pendientes de limpieza.


- “¡Mira, mira, mira…! ¡Qué tías!, vaya bellezas no te lo pierdas chaval”, dijo Mike interrumpiendo su monólogo. Era lo único que le podía parar de hablar, un par de buenas tetas. Tengo que reconocer que me dejó aturdido, no me lo esperaba con su mujer y Marleen delante. Pero lo dicho, como en las escenas de cantinas de películas militares, después de esa interrupción le siguieron otras muchas, tantas como muchachas de buen ver pasaron a nuestro lado. Entonces soltaba una de las suyas y yo volvía a tragar saliva mirando las caras de Marleen y su mujer. Mike vivía todavía en su mundo de soldados, de uniformes y exceso de testosterona, a pesar de que llevaba varios años retirado de aquel mundillo.


Al comentarle que nos dirigíamos a Mostar, entusiasmando se convirtió automáticamente en nuestro guía turístico y como no podía ser menos comenzó a explicarnos, que teníamos suerte ya que él era la persona que mejor conocía la geografía de Bosnia y Herzegovina por su trabajo. Comenzó a describirnos cuál la que era la mejor ruta para nosotros. También nos previno de las minas. Lo mejor es que no acampéis, nos dijo muy serio, no es seguro, debéis dormir en Hoteles. Desde el final de la guerra han estallado decenas de minas, incluso las hay colocadas en los márgenes de las carreteras. Se dio el caso hace unos años de un conocido periodista que perdió las piernas al bajarse a orinar en una cuneta. Debería haber carteles señalizando las zonas minadas, pero muchos han desaparecido para ser vendidos como suvenires para turistas. Sinceramente, os advierto: “vuestra ruta hasta Mostar es una de las peores, es una de las zonas en que quedan más minas por limpiar”.


Mike nos recomienda acampar junto la cueva de Vjetrenica, donde hay un restaurante y a su alrededor reducido riesgo de minas. Nos despedimos y nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Yo me voy fijando en encontrar algún vestigio español, Mike me había contado que un batallón de españoles había permanecido en la ciudad casi diez años, hasta 2002.


Salimos de Trebinje dispuestos a hacer los aproximadamente cincuenta kilómetros hasta la cueva de Vjetrenica. Desde que Mike nos contó el asunto de las minas empezamos a mirar la tierra que se extiende mas allá del asfalto con respeto y hasta temor. Las cunetas de la carretera han dejado de ser un lugar seguro para descansar, orinar o pedalear en caso de necesidad. Los caseríos y edificios a los márgenes están en su mayoría abandonados y muchos incluso están enterrados entre la maleza asilvestrada. Cuando nos parábamos a orinar, pisábamos con bastante tiento y yo me preguntaba a cada paso si realmente habría cerca una mina. El tráfico volvía a ser desesperante en una carretera estrecha en la que muchos conductores circulaban sencillamente a todo lo que podían dar los motores de sus coches. Traté de aislarme un poco y refugiarme escuchando a Sabina en los altavoces del móvil:“ estos besos de judas, este calvario...” decía la canción, y la frase se me quedó dando vueltas un buen rato.


A todas estas incertidumbres se unía que no estábamos en el momento de más euforia del viaje. Marleen desarrollaba un molesto resfriado que yo había conseguido dejar atrás hacía unos días y que te sumía en un permanente estado de cansancio y mal estar. Eso se notaba en su humor y motivación y de rebote por supuesto en los míos.


En realidad recuerdo esos días en Bosnia como un torbellino de sentimientos y emociones contradictorias. Tan pronto me sentía infeliz, por tener que dormir en una fina colchoneta de aire, no tener un sofá donde descansar con una cervecita fresquita, llevar tanto tiempo lejos de la familia y de los amigos, y tenía deseos de abandonar el viaje como minutos después sentía que éramos la pareja más afortunada del mundo, por poder viajar sin prisas, sin estrés y tan libremente como nuestros pensamientos nos lo permitieran.


La aciaga y amarga carretera en cuestión discurría por el norte del valle del rio Trebisnjica, cuya geografía separa las comunidades serbia y croata. Y sabíamos que al otro lado, al sur, en el lado croata, existía una segunda carretera más pequeña pero con mucho menos tráfico. Tan pronto como observamos una posibilidad de cambiar, tomamos un camino hacia la cuenca contraria del valle. Ahora el problema eran el anochecer y los casi noventa kilómetros de cansancio que llevábamos en los cuerpos y todo aderezado con la inseguridad de la posibilidad de pinchar la tienda sobre una mina. Esto nos llevó a plantearnos si dormir en un pequeño cementerio. Afortunadamente al final de mutuo acuerdo desistimos y seguimos avanzando. Llegamos con los últimos rayos de luz a la cueva Vjetrenica, junto a ella había un gran césped pero por la noche permanecía expuesto a un par de brillantes farolas. Hubiera sido como dormir en un campo de futbol iluminado. Frente a la cueva había una antigua vía de tren sorprendentemente rehabilitada como una vía ciclista. No pasaba nadie por allí y decidimos acampar en el mismísimo carril-bici por seguridad.

Era el denominado Ciro Trail, unos 140 kilómetros de antigua vía ferrea, con sus puentes y sus túneles puestos al servicio de los ciclistas. Una ruta que lleva desde Dubrovnik en las costas croatas hasta Mostar en el corazón de Herzegovina. ¡Ni pintado, oiga!, esa era nuestra ruta.


Comemos y ponemos la tienda en medio del camino. Ha sido un día duro y Marleen no para de toser tratando de quedarse dormida. Por la mañana sale de la tienda y se refugia detrás del cristal de sus prismáticos. Como siempre que se encuentra cansada o desanimada con el viaje, prefiere entregar sus pensamientos a las aves, los animales o las plantas. Deja volar su mente siguiendo la figura de un pájaro en el cielo u observándolo cantando sobre la rama de un árbol. Normalmente cuando baja el aparato, su cara dibuja una sonrisa. Pero esa mañana es diferente, un par de rapaces vuelan en círculos sobre el valle, mientras Marleen atenta durante unos minutos trata en vano de identificara que especie pertenecen. De repente da un largo suspiro y se lamenta: “Lo he olvidado todo”. Aquel día estaba demasiado cansada y resfriada como para que los prismáticos surtieran algún efecto en su humor.



Nos acercamos a la vieja cancela metálica de la cueva Vjetrenica, de su interior sale un permanente caño de viento frio. De hecho Vjetrenica significa en serbio precisamente eso: “la cueva del viento” . Además de sus formaciones geológicas, la mayor atracción de la cueva era la posibilidad de ver un insólito animal: el Proteus. Una especie de salamandra pálida, con asombrosas capacidades como la de regenerarse, si pierde una pata, le sale una nueva. Pueden permanecer inmóviles y sin comer durante años, según dicen hasta ocho. La entradita costaba 7 euros por persona, pero el amable guía esta vez croata, viendo nuestras cargadas bicicletas, y la cara que se nos quedó al escuchar el precio, nos hizo una tarifa de grupo, tres euros por los dos.


Tras salir de la cueva conocimos a Marco, uno de los muchos bosniocroatas que venían solos a Bosnia para visitar la tierra en la que había vivido su familia antes de la guerra. Era uno de los muchos niños de los 90, hijos de la guerra de Bosnia, que regresaban intermitentemente a los lugares donde crecieron, como si buscaran allí algo que les faltara en sus vidas. Tomamos café con Marco junto a la cueva, una antigua estación de tren convertida en restaurante. Su padre había desaparecido al final de la guerra, era oficial de las HVO, las tropas croatas de Bosnia y Herzegovina. La última vez que lo vio tenía solo 13 años vivían en Pula en la costa croata, tenía la impresión de que no lo había conocido de verdad. Sabía de numerosos oficiales de los diferentes bandos que habían desaparecido tras la guerra, al ser acusados de genocidio. Sus deseos desde que era adolescente se debatían entre los deseos de que estuviera vivo, escondido en alguna parte y el que su padre no fuera un criminal de guerra aunque estuviera bajo tierra. Me dio la impresión de que Marco no contaba normalmente esas cosas, pero que sentía que a nosotros, por ser extranjeros, podía contárnoslo todo. Reconozco que no creo que nunca pueda sobreponerme a estos pensamientos. Nos dijo antes de despedirse.


Desde el restaurante empezamos a pedalear por el Ciro Cycling Route. Desde el primer momento no faltaban carteles en los que se recordaba que todo era parte de un proyecto cofinanciado con fondos europeos. Lástima que los fondos solo hubieran dado para confeccionar y colocar esos carteles, por que la verdad es que la mayor parte del camino era un pedregal. No nos encontramos con más ciclistas que una pareja en bicis de montaña. No se puede comparar esta ruta, con nuestras rutas ciclistas llenas de bicis los fines de semana. Eso sí, el recorrido me pareció una especie de museo al aire libre, un museo del ferrocarril y un museo de la guerra. Seguíamos de nuevo el valle del rio Trebisnjica, la línea de separación entre serbios, croatas y musulmanes. Y ello lo convertía en un carril ciclista poco convencional. Todavía se mantenían en pie las construcciones de hormigón y los muros de piedra que constituían la infraestructura de una línea de trincheras, desde las que se podía observar la estratégica carretera. Pasábamos junto a antiguas casas abandonadas cosidas a balazos y zonas que todavía estaban infectadas de minas, a jugar por algunos carteles que todavía no habían sido arrancados de las alambradas para ser vendidos, como decía Mike, en las tiendas de suvenires.



Seguíamos una vieja vía de tren con antiguos túneles, puentes oxidados y antiguas estaciones abandonadas. Tras unos 30 km decidimos abandonarlo. El Ciro Trail se había convertido en un auténtico pedregal y Marleen no estaba dispuesta a romper más radios en él. Giró al llegar cruce con una pequeña carretera asfaltada y empezó a escalar por su asfalto, aunque se dirigiera hacia unas colinas. Yo deseaba volver a la Ciro Trail, aquella ruta con toda esa historia en sus márgenes me había cautivado, poco me importaban las piedras, así que poco después en un desvío que nos salió al paso, no se como, convencía a Marleen y volvimos a intentar pedalear sobre la ruta. Reconozco que era muy difícil pedalear sobre aquel amasijo de piedras, y Marleen no me lo perdonó. Ella no podía pedalear como yo, ignorando y volando sobre los grandes guijarros. En algunos tramos debía bajarse de la bici y continuar con ella a reata. Conducía rígida, sin equilibrio y maldiciéndome tanto a mi como a las piedras.



Uno de los momentos más excitantes de la ruta era el momento de atravesar los largos túneles. Muchos de ellos eran de longitudes cercanas a un kilómetro. Pasados los primeros cien metros, apenas si se podía ver algo, progresivamente con la oscuridad iba apareciendo un particular y fuerte olor a guano, el excremento de los murciélagos y por último sus gritos atemorizados. Eran cientos que volaban despavoridos sobre nuestras cabezas a la vez que el suelo se volvía resbaloso, y las ruedas hacían el ruido propio de estar pisando una especie de gelatina, que por suerte no podíamos ver.



Al llegar a los pequeños pueblos, con la mayoría de sus casas abandonadas, me llamaban la atención las numerosas cruces, las vírgenes y los cristos del estilo católico propio de los croatas. Esta era la forma de saber en que lado del país estábamos, por la forma de las cruces. También los numerosos cementerios, cuyas lápidas estaban fechadas en su mayoría en la primera mitad de los 90, durante la guerra.


En la pequeña tienda de un pueblo compramos víveres para la cena, pero regresamos al carril bici para montar la tienda y dormir. Nunca me hubiera imaginado acampando en medio de un carril ciclista, pero era el lugar mas seguro de no poner la tienda sobre una mina.


Al día siguiente en nuestro camino hacia Mostar, pasamos por el primer pueblo, Carlijina que mostraba abiertamente las heridas de la guerra, muchos de sus edificios estaban acribillados a balazos. Pero lo que más me asombra era que bajo a los edificios cosidos a impactos de proyectiles las gentes se sentaban tranquila y sonrientemente en sus cafés, o paseaban por las calles o conduciendo sus vehículos, haciendo en definitiva una vida normal en un escenario para mi tan macabro.



Llegamos a Mostar siguiendo las orillas del rio Neretva, fue un último tramo del Ciro Cycling Route bastante apañado, con tramos sobre carreteras secundarias y caminos, en el que nos cruzamos con un par de ciclistas. El viento se fue intensificando como si la ciudad se resistiera a nuestra llegada. Lo más bello de la ciudad parecía ocultarse detrás de unos feos bloques soviéticos. Poco a poco a cada pedalada contra el viento, la ciudad fue apareciendo, mostrándonos la arquitectura de su centro histórico que culminaba al fondo con el elegante puente otomano, el Stari Most.


Mostar es sin duda la ciudad más bella de Bosnia y Herzegovina. Belleza y destrucción se combinan irónicamente en unos pocos metros cuadrados. Son todavía, después de 24 años, muchos los edificios en ruinas, que quedaron destrozados para la eternidad por los disparos y bombardeos. En ellos se ocultaban durante el asedio a la ciudad los francotiradores y en ellos se luchó cuerpo a cuerpo, piso por piso con un kalashnikov en las manos. Muchos bloques de vivienda están todavía grapados a balazos e impactos de mortero, en muchos parece que se ha desistido de arreglarlos como queriendo dejar testimonio para la perpetuidad del horror de la guerra.



Las cámaras no dan abasto para fotografiarlo todo, la belleza de las zonas reconstruidas, las heridas de los viejos edificios y los imaginativos grafitis. De repente siento algo de vergüenza fotografiando las heridas en la arquitectura, me siento observado por los ciudadanos normales que van a sus trabajos, a sus colegios o pasean acostumbrados a su presencia.


Aterrizamos en un pequeño apartamento de Mostar situado en la parte oeste de la ciudad, la zona croata. Después de muchos días en la tienda, bastantes días de lluvia al atardecer y aún algo resfriados, necesitamos un descanso.Através de Booking alquilamos un apartamento durante un par de días.


El dueño del piso en el que nos alojaremos los próximos días, de la misma edad que yo, acude al café donde le esperamos con su familia, seguimos su coche con las bicis y a travesamos el puente sobre el rio Neretva hacia el oeste. Es un pequeño apartamento, en uno de esos edificios soviéticos con más de 50 años, tiene el balcón como todos aquí agujereado, pero su interior es confortable.


Nuestra primera visita es al Stari Most, el bello puente otomano símbolo de la ciudad. Fue mandado construir por Solimán el Magnífico, el gran sultán otomano. Se dice que se encargó de su diseño un estudiante de arquitectura que fue el único que se atrevió a meterle mano al proyecto, un puente de dimensiones desconocidas hasta entonces. El joven arquitecto llegó a preparar su funeral, ante la eventualidad de que el puente se desmoronara tras su inauguración. Pero lo cierto es que el puente era sólido y tardó muchos años en caer. Fue casi 450 años después, aunque necesitó de los bombardeos de los Haveos, las tropas croatas, durante el asedio de la ciudad que duró nada menos que dieciocho meses. La Armija mientras tanto, las tropas musulmanas, resistían en la parte este. Sus piedras fueron recuperadas por buzos húngaros del fondo de las aguas del rio Neretva y fue reconstruido. Actualmente vuelve a unir la orilla croata y la musulmana, como símbolo del deseo de conciliación entre los ciudadanos de Mostar.


En Febrero de 1994 escribía Francesc Relea en el artículo para El País: La ratonera de Mostar: “el verdadero infierno para los musulmanes de Mostar empezó una noche de mayo de 1993. Casa por casa, hombres armados, encapuchados muchos de ellos, expulsaron a familias enteras y les obligaron a huir al otro lado del río. Fue una encerrona preparada alevosamente por el Consejo de Defensa Croata (HVO), cuyos soldados tenían totalmente rodeada la ciudad. Poco después empezaron a bombardearles. Nacía Mostar Este, la mayor ratonera humana de Bosnia “


En medio de los tiroteos entre ambos bandos, por aquellos días los cascos azules españoles se dedicaban a escoltar la ayuda humanitaria que se enviaba a la ciudad. La ciudad les dedicó una plaza de España, en la que se conserva una placa conmemorativa que contiene el nombre de los 22 militares españoles y el intérprete que murieron durante la misión española en Bosnia y Herzegovina.




Durante aquellos días en Mostar me quedó claro el porqué de que en aquella frontera de montaña, todavía no ondeara la bandera amarilla y azul estrellada. Se necesita aún mucho tiempo en Bosnia para que cicatricen las heridas. Y quizás Bosnia y Herzegovina nunca llegue a ser un país, tener una placa de bienvenida y una bandera en todas sus fronteras.








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