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Turquía: Regresando a tierras de Alá

¨¿Acaso es tiempo mal gastado el que se emplea en vagar por el mundo?¨

Don Quijote. Miguel de Cervantes

Era un día extrañamente tranquilo en la carretera que unía Batumi en Georgia con la frontera de Turquía. Desconocíamos la razón de poder pedalear solos por la calzada, pero era una sensación muy agradable después de haberlo pasado mal en algunas carreteras georgianas. Quizás porque todos los días son hábiles en labores de pedalear, olvidemos frecuentemente en qué día de la semana vivimos y aquella mañana, sin saberlo, era domingo, motivo por el que la carretera nos brindaba su asfalto paralelo a la costa para nosotros solos y nuestras bicicletas.

Cambiamos en una de las muchas casas de cambio del camino los últimos 50 Laris que nos quedaban en la riñonera por Liras turcas, unos 20 euros y llegamos a la también solitaria frontera con Turquía. Marleen con su pasaporte alemán, de los más privilegiados para un viajero, fue despachada rápidamente. Yo no tuve tanta suerte. El pasaporte español lamentablemente no es tan preciado en las fronteras como el germano y a mi el funcionario me mandó a otra ventanilla donde tuve que soltarle a un funcionario bigotudo 20 dólares a cambio de una pequeña pegatina de visado.


Turquía nos recibía con un amable ´´welcome´´ en boca de sus agentes de frontera y lo más importante nos obsequiaba con una carretera dotada de un ancho arcén para pedalear las bicis con seguridad. Fue tanta la alegría que sentimos en las primeras pedaladas por el ancho arcén, que Marleen y yo nos pusimos a tararear canciones como queriendo dar por olvidado el peligro real de ser atropellados que habíamos sufrido los días anteriores en las estrechas, deterioradas y concurridas carreteras georgianas.


Estábamos hambrientos y paramos en un pequeño pueblo turco todavía cercano a Georgia.

Aunque llevábamos tan solo una hora sin ver los coches y las motos soviéticas, las iglesias ortodoxas, los petardos y los adornos navideños, nos parecía que Georgia había quedado muy muy atrás. Llevábamos recorridos tan solo 10 kilómetros en Turquía, que nos habían hecho olvidar al país cristiano y cautivaban ahora nuestra imaginación elementos propios de tierras de Alá: Minaretes que se levantaban entre arrumbosas casas, como flechas amenazantes hacia el cielo, mujeres que escondían sus cabellos bajo coloridos pañuelos y las barbas y los grandes bigotes de varones que parecían garantizar con ellos su masculinidad.


También nos llamaron la atención los numerosos retratos de dos personajes que parecían rivalizar por las calles y los lugares públicos: Akdogan y Ataturko. Días después nos explicarían el verdadero significado y alcance de esta especie de contienda simbólica entre los retratos de estos dos figuras: el actual presidente y otro de principios de siglo. Pero dejaremos esta polémica cuestión para un lugar más avanzado del blog.


Aparcamos nuestros estomagos vacios en un pequeño restaurante donde una gran mole de carne vertical daba vueltas enfrentada al fuego de un horno. Al dejar las bicicletas en la acera, nos convertimos en el centro de las miradas poco expresivas pero penetrantes de toda la gente. Nos asaltó de repente una inquietud: Otra vez nos volvíamos a enfrentar a las barreras de un nuevo idioma: el turco. Señale la gran bola de carne giratoria y dirigiéndonos después a la cocina, indicamos a la camarera con el índice los alimentos que deseábamos para el almuerzo, a la vez que tratábamos de hacernos entender con gestos y algunas palabras en inglés. Sentíamos cierta frustración, los últimos cuatro meses, en las exrepúblicas soviéticas de Asia central, nos habíamos defendido tan bien con el ruso que ahora era decepcionante tener otra vez que hacer el ganso hablando como tarzanes.



Nos preparaba un par de Kebaps un serio y joven turco cuyo bigote se retorcía como un caracol. Su profunda mirada parecía querer descubrir sin preguntar, de donde diablos veníamos montados en aquellas dos extrañas y abarrotadas bicicletas. Tras un par de palabras y unas risas de nuestra parte, al turco se le desarrugó la cara y su bigote dibujo una amplia sonrisa. Dijo: Hoşgeldiniz, que poco después descubrimos que venía a significar: ´´traéis la alegría con vuestra presencia´´, en definitiva algo similar a nuestro bienvenidos.


Era momento de planear nuestro itinerario a través de Turquía. Por fin habíamos llegado a la Asia Menor, el último país antes de entrar en Europa y no teníamos mucha idea de como atravesarla. Yo había decidido desde nuestra entrada en la peninsula de Anatolia, que la historia y la mitología griega nos acompañaran en forma de lecturas a lo largo de este tramo del viaje, ya que pensaba que la historia de la Grecia antigua estaba íntimamente unida a las costas turcas. Descubrimos que en realidad antiguas ciudades que pensábamos ubicadas en Grecia como Mileto, Éfeso, Olimpos, Magnesia, Pérgamo o Halicarnaso estaban en realidad situadas en territorio de la actual Turquía.


Aquel domingo con un kebap en la mano y algunas ideas sacadas de lecturas de aquel libro de epopeyas y mitologías, nos decidimos por seguir pedaleando a lo largo de la costa del Mar Negro, el Mar de Jasón y los Argonautas, en referencia a los aventureros mitológicos medio humanos medio divinos, que a bordo del navío Argos navegaron siguiendo la costa turca en dirección opuesta a la nuestra, hacia el reino de la Cólquide buscando el Vellocino de oro. Después de unos 500 kilómetros siguiendo el mar Negro como lo hizo Jasón en sentido inverso, en la ciudad de Samsun, pedalearíamos ascendiendo en diagonal por la fría meseta de Anatolia hasta la capital: Ankara, recorriendo las antiguas tierras del antiguo imperio Hitita, para finalmente pedalear meseta abajo hasta Izmir a orillas del Mar de Ulises, el Egeo.


´´Tendréis suerte si no os congeláis´´, pareció decir el joven bigotudo de los kebaps, al ver nuestros índices señalando la meseta turca sobre el mapa.



Pedaleábamos junto a las olas del Mar Negro, en un clima cambiante de sol y nubes viajeras como nosotros, que nos hacían ponernos y quitarnos el chubasquero con frecuencia. A nuestra izquierda una línea de montañas nevadas paralelas al mar eran el origen de sufrir la diaria inestabilidad climatológica. A veces la cordillera se acercaba tanto a la costa que junto a la carretera nos asomábamos al mar en vistosos acantilados. Las cicatrices de la carretera, cientos de veces reparada, mostraban los efectos nefastos de los frecuentes desprendimientos.


Aquel primer día en suelo turco sin embargo tuvimos suerte y pudimos pedalear apenas sin mojarnos e incluso acampar en la playa. Por la tarde, las luces anaranjadas del atardecer, el olor marino y la silueta de un barco quizá en busca de aventuras, crearon el ambiente de uno de esos momentos que se quedan grabados para siempre en la memoria del viajero, uno de esos momentos eternos.

Me quedé absorto imaginando aquel velero, como el navío Argos navegando hacia el reino de la Cólquide. Me imaginaba los argonautas comandados por Jasón en su interior, conversando sobre su ruta hacia la ciudad de Vani en Georgia donde Jasón se apoderó del Vellocino de Oro. Pensar en Vani casi me hacía reír. Había sido el lugar donde, ante nuestro asombro, dos semanas antes, Marleen había sido coronada con la diadema de oro de la princesa Medea por el director del museo arqueológico de la ciudad.


Mientras yo me sumía en mis pensamientos inspirados por la magia de un atardecer frente al mar, Marleen se afanaba en apilar una buena cantidad de leña para hacer una candela antes de que anocheciera. El sol terminó ocultándose en el mar haciéndome despertar de mis pensamientos. Para entonces Marleen ya tenía preparada una gran fogata que nos acogía con su calor. Una media luna turca se levantaba como la gran sonrisa de un gato sobre el mar Negro. Mientras leíamos en voz alta las aventuras de los argonautas, nos quedamos dormidos con el suave sonido del oleaje, casi sin darnos cuenta.


Nos levantamos a la mañana siguiente con un fuerte olor a marisco y los graznidos de las gaviotas que revoloteaban regocijándose del hurto de pescado en las redes de esforzados pescadores que en esos momentos tiraban de ellas para subirlas al barco. Dicen los autores románticos que “el paisaje es un estado de ánimo”, y sería que aquella mañana nuestro ánimo se había quedado en los sacos de dormir, porque de la magia del atardecer del día anterior no quedaba ni rastro. Al sacar la cabeza de la tienda me golpeó en la cara la cruda realidad urbana. Frente al mar, el paseo marítimo nos mostraba una cordillera de hormigón, filas de edificios y una concurrida carretera llena de humo, ruido y vehículos, que nos devolvieron al mundo contemporáneo. Los pescadores nos observaban curiosos desde sus barcos, mientras nosotros tomábamos café mirando al mar, como queriendo olvidar toda esa civilización que empezaba a despertar a nuestras espaldas.


Recorríamos una costa a tramos llena de macizos bloques de edificios, que daban paso a otros tramos más humanos de pequeños pueblecitos de pescadores, todos protegidos por diminutas bahías y cuyas casas, mayoritariamente construidas en madera, se adornaban con divertidos motivos marinos tales como anclas y timones. Al otro lado de la carretera, en las laderas montañosas interiores, se extendían las plantaciones del preciado te con denominación de origen Rize, conocido en todas las regiones de Turquía y en algunas otras de los países vecinos.


Entre las numerosas bahías a veces pedaleábamos escalando, devorando asfalto mojado por empinados acantilados, frente a los cuales en el mar emergían formaciones rocosas que me imaginaba habrían sido en el pasado peligrosos obstáculos para las embarcaciones y motivo con seguridad de gran número de naufragios. En ellas cormoranes y gaviotas competían por dominar los puntos más elevados mientras las olas rompían en sus rocas con violencia. En todas estas formaciones por pequeñas que fueran ondeaba orgullosa una bandera turca, una ondulante media luna mora sobre fondo granate. Creo que fueron tantas las islas perdidas por Turquía durante las dos grandes guerras mundiales que ahora las autoridades parecen garantizar su territorialidad colocando una bandera en cada pequeño islote, por minúsculo que sea.



Rize era la primera gran ciudad de esta costa en la que entrábamos, muchos de sus habitantes poseen los ojos claros. Se dice que afloran en ellos los genes de los antiguos bizantinos, vencidos y doblegados por los otomanos. Estamos cerca de la tierra natal del actual presidente Argokan y eso se nota. En estas tierras son muchos quienes lo adoran, “un pueblo sufridor, trabajador y creyente que hasta la llegada del actual presidente estuvo sometido a unas elites laicas y corruptas”, nos cuenta con ironía el dueño de una pequeña tasca turca en el que cuelga un retrato de Ataturko, un rostro de principios del siglo XX que se ha convertido en símbolo crítico del actual presidente y su nuevo régimen.


En la vieja pero rebelde taberna, que olía a tasca añeja, nos paramos a tomar café. El café turco, un líquido oscuro y espeso que tiene un sabor extremadamente amargo, debe beberse con cuidado de evitar los posos solidos del fondo de la taza, de los que accidentalmente me suelo beber una buena parte. En aquella ocasión, al saborear el desagradable fondo, traté de corregir mi expresión de asco cuando observé que el resto de los clientes me observaban. El establecimiento esta lleno de barbudos y bigotudos, unos juegan a la Tavla, una versión turca de backgamon, y otros muchos los rodean y comentan las jugadas bebiendo te. En la tasca desayunando, nos sorprende la publicación del periódico ABC sobre nuestro viaje. Hacía un par de semanas Álvaro García un periodista de ABC se había puesto en contacto con nosotros para hacernos la entrevista con la que aquella mañana desayunando nos reíamos tanto.


Tras retomar la carretera y después de pedalear unos 125 kilómetros, record en lo que llevábamos de viaje, llegamos cerca de Trebisonda. Acusábamos el cansancio y decidimos buscar un hotel para pasar la noche. Teníamos muchas ganas de ducharnos y de dormir en una cama, así que decidimos pagar 140 Liras, algo mas de 33 euros, de lo que no tardamos mucho en arrepentirnos. Cuando el botones Sacarino tomó las alforjas de las bicicletas para llevarlas a una lujosa habitación y me vi obligado a entregarle la correspondiente y justa propina, me di cuenta de como se esfumaba aquel día una parte del glamour aventuresco de nuestro viaje.


Al día siguiente llegamos en poco tiempo a Trebisonda, una ciudad que me recordaba las aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote. El libro de Cervantes en sus primeras páginas hace una referencia al Reino de Trapisonda y esto alimentaba mi curiosidad por entrar y conocer la ciudad. Entramos a través de empinadas calles en una urbe turca húmeda y fría, destartalada y sombría, cuyos edificios se esparramaban como vómito de hormigón por las laderas de una montaña. La ciudad se encontraba dividida por el cauce de un rio que parecía querer arrojar la ruinosa villa directamente a las aguas del Mar Negro.



No obstante la encontramos una ciudad atractiva e interesante. En tiempos de Cervantes el Imperio Otomano constituía una amenaza para toda Europa, sus conquistas y asedios habían llegado a las mismísimas puertas de Viena y Cervantes introdujo en las primeras páginas de su obra una directa referencia irónica al exótico Reino de Trebisonda. Un desaparecido reino cristiano que junto a Constantinopla y Persia, eran el escenario donde se habían desarrollado muchas de las novelas de caballerías que habían provocado la locura de Don Quijote. Trebisonda había sido además la cuna de Solimán el Magnifico, el gran sultán otomano que había traído de cabeza a los reinos cristianos europeos. Estaba claro que con toda esta historia en sus muros, la ciudad nos brindaría alguna curiosa anécdota.


En Trebisonda paramos a comer en un restaurante callejero. Se situaba en una calle comercial en la que locales, peatones y vendedores ambulantes de frutas y vegetales luchan por un lugar en el espacio urbano. Junto al establecimiento había una tienda de lámparas y espejos, todos ellos de bella decoración oriental persa y turca. Estando sentados, mientras nos comíamos una especie de burritos turcos rellenos de una indescriptible pasta vegetariana conocida como Cigköfte, entablamos conversación con un curioso personaje. Era un varón maduro con un gran mostacho retorcido, pelo abundante negro como el carbón, espesas cejas y algo de panza. Su profunda mirada parecía compensar su corta estatura, apenas superaba el metro y cuarenta centímetros. Si escribo sobre este encuentro es porque este personaje enano me pareció alguien insólito.


Se dirigió a nosotros en perfecto inglés:


- Hace mucho tiempo que no venía por este local. ¿Son ustedes turistas?

Expreso de entrada, mirando de soslayo hacia la tienda de espejos junto al restaurante con cierto gesto de desagrado.


- Sí, si… respondimos Marleen y yo, casi al unísono,


- Aha Tu-ris-tas, dijo con cierto desprecio.


y rápidamente traté de aclarar:


- Bueno quizás somos algo más que turistas. Viajamos con las dos bicicletas que están allí enfrente aparcadas, en realidad hay muchas diferencias entre un turista y un viajero en bicicleta…


- Si claro, me interrumpió. Les he visto llegar en esas bicicletas y por eso vine a sentarme junto a ustedes. Pero déjenme que les diga que no les entiendo, ¿No comprendo el sentido de su odisea?¿Por qué vienen ustedes a Turquía en Diciembre, es un mes frío y lluvioso? Además de la situación política, el peligro de atentados... En realidad creo que es una completa estupidez que estén ustedes aquí.


- Mire no teníamos elección, aquí estamos solo de paso, hacemos un viaje muy largo que empezamos ya hace más de un año en Bangkok. Sabemos que probablemente sufriremos las incesantes lluvias de la costa del Mar negro y la extrema rigidez del invierno en la meseta de Anatolia, pero no tenemos más remedio que atravesar la Asia Menor para poder llegar hasta Europa. En cuanto al resto de circunstancias que usted menciona, hasta el momento no hemos tenido ningún problema.


Tras unos segundos de silencio, el personaje tragó con esfuerzo el resto de Raki de su copa, un licor muy parecido al Anís español y comentó:


- Disculpen mi tosca entrada, este lugar me incomoda.

¿Les importa que traslademos la conversación a esa mesa a nuestra espalda?. En ella podré beneficiarme del reflejo seductor de uno de esos maravillosos espejos. y añadió:

- Vengan por favor, deseo contarles una historia: ¿Ven ustedes mi esbelta figura reflejada en ese espejo persa cóncavo? , yo solía sentarme aquí diariamente...


Sin dejarle avanzar en la narración de su historia, y tras deducir que al personaje le faltaba un tornillo, Marleen me hizo un gesto para irnos y nos marchamos rápidamente del lugar. Ya pedaleando le oímos gritar:


- !Tengan cuidado y salgan de Turquía lo antes posible!


Tras nuestra visita a Trebisonda decidimos declaramos en rebeldía contra la ley de la gravedad internándonos en las montañas. Dejamos atrás la costa a fuerza de giros de carretera de ciento ochenta grados, apretando en cada pedalada los pies contra el metal de los pedales, para visitar el antiguo Monasterio de Sumela. A golpe de pedal, poco a poco fue apareciendo un edificio aupado en la montaña, una natural simbiosis entre una edificación medieval y la naturaleza, de esas que todo el hormigón y la técnica actual no son capaces en la actualidad de igualar. Se ubica a 1200 metros de altura, incrustado en un acantilado donde ha sobrevivido a las luchas entre otomanos y cruzados, a las expulsiones de cristianos y al paso de los años. Actualmente se ha convertido en lugar de peregrinación para ortodoxos griegos y rusos.


Los días fueron pasando recorriendo la costa turca, pedaleando despacio y siendo recibidos siempre con hospitalidad de muchos nuevos amigos que bien nos acogían en sus casas o en sus lugares de trabajo, en su mayoría restaurantes o gasolineras.


Algunas veces montábamos la tienda en el exterior del establecimiento y otras dormíamos en habitaciones reservadas a empleados, que nos eran generosamente cedidas.


Gracias a unos y a otros, fuimos sorteando las lluvias de la costa y el frío de la alta meseta de Anatolia. A la vez que con estos encuentros diarios con personas de diferente extracción social y pensamiento religioso, íbamos liberando nuestras mentes de algunos tópicos: Turquía no es una gran Estambul, nos son tampoco los kebaps, las mezquitas, los grandes bigotes de sus varones o los pañuelos de sus mujeres, Turquía es mucho más. Como también es mucho más lo que contar... que por ahora debe esperar en el tintero.




Muchas gracias por leer este post. Como probablemente sabes en nuestro viaje nos reunimos con conservacionistas y agentes forestales contando después sus historias en nuestro blog. Tratamos de concienciar sobre problemas medioambientales y difundir las condiciones de trabajo de quienes luchan en primera línea por la naturaleza. Si puedes, por favor trata de hacer una donación, no importa la cantidad AQUI. Los fondos recaudados van a la Fundación Thin Green Line, que apoya a los agentes forestales de países en vías de desarrollo. Muchas gracias!


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