Gacelas y aves en el Parque Nacional Shirvan
Después de salir de Baku pusimos rumbo a través de una monótona autovía hacía el Parque Nacional Shirvan situado a unos 125 km de la capital. Odiamos estas grandes carreteras, de hecho nos habíamos prometido evitarlas hacía tiempo, pero en esta última nos habíamos metido por error. Tratamos varias veces de desviarnos y tomar carreteras menores, pero todos nuestros intentos terminaron en fracaso, o bien morían en algún pueblo o nos devolvían tarde o temprano a la autovía.
Además del escaso encanto de la gran carretera, que discurría entre construcciones a medio acabar, edificios ruinosos o abortos de proyectos constructivos, osea tierras removidas y embarradas, la autovía ofrecía pocos lugares o más bien ninguno apto para montar la tienda al anochecer.
Cuando los campos se despedían del sol, consideramos la posibilidad de buscar un lugar para nosotros despedirnos del pedalear. Entonces vimos un edificio de piedra abandonado con un arco persa apuntado, cuya puerta de madera estaba reventada.
Era un precioso caravasar. Uno de esos edificios donde se alojaban hace cientos de años las caravanas de comerciantes. Su ubicación lamentablemente era un tanto desafortunada. Estaba junto a una refinería, unas torres extractoras de gas, llameantes chimeneas, una vía de tren, la autovía y un rio contaminado, cuyas pestilentes aguas desembocaban a escasos metros en el Mar Caspio. Todas estas eran probablemente el motivo de que el edifico estuviera abandonado.
Sorprendentemente a pesar de todos los ruidos y el mal olor, el mágico edificio nos sirvió de cobijo y dormimos sin molestias. Descansamos en realidad tan bien como no habíamos podido hacerlo en el lujoso hostal de Baku. Algo de magia debía tener el lugar cuando ni oímos ni olimos nada.
El caravasar estaba construido con grandes piedras de roca tallada, podían verse en ellas incrustados fósiles de conchas marinas y contenía en sus piedras los nombres y mensajes de personas que se habían alojado o pasado por el edificio.
Las había recientes, pero también con más de cien años. La mas llamativa era la de un soldado ruso que había dejado escrito: Igor estuvo aquí en 1856. Es interesante esa tendencia humana a dejar una firma o un mensaje en bellos o históricos lugares como árboles o antiguas ruinas. Y es curioso también pensar que estos actos considerados por lo general de vandalismo, con el tiempo pueden llegar a tener interés histórico y convertirse en materia de la arqueología.
Es precisamente esto lo que pudimos comprobar el día siguiente cuando visitamos los petroglifos del yacimiento arqueológico de Gobustan a unos 20 km de la caravasar. Es un yacimiento de la edad del bronce lleno de representaciones gravadas en roca por pueblos ancestrales. Mucho después, hace solo 2000 años Lucio, un centurión romano, durante las campañas de Roma en los límites orientales del Imperio, dejó su ´hola aquí estuve yo´ junto a los petroglifos. Quizás fue conmovido e inspirado por las bellas representaciones paleolíticas.
<Imp Domitiano Caesare avg Germanic L Julius Maximus> Leg XII Ful.
En tiempos del emperador Domiciano César Augusto Germánico, Lucio Julio Máximo, (centurión) de la legión XII, la “radiante”.
Este “aquí estuvo Lucio”, parece ser la prueba de los límites más orientales del imperio. Es el legado romano encontrado más al este del mundo.
El yacimiento de Gobustan se encuentra en una colina salpicada de grandes rocas que se extienden a lo largo de su ladera. Tiene el aspecto de un mar de rocas, un castillo derruido por las sacudidas de la tierra, o grandes piezas de dominó arrojadas por los dioses.
En ellas fueron rascados durante diferentes épocas, desde el 20.000 A.C hasta los tiempos del centurión Lucio, abundantísimos petroglifos. Pueden verse representados asombrosos animales hoy muchos de ellos extintos en estas regiones como leones, jirafas, leopardos, búfalos, jabalíes, ciervos. También hombres y mujeres en escenas baile, cazadores, chamanes y barcos, muchos barcos.
Nos quedamos asombrados con las numerosas representaciones de grandes botes. El Mar Caspio está a escasos kilómetros y no es una sorpresa la presencia de este medio de transporte para poder surcarlo. Son estos petroglifos de barcos, similares a otros encontrados en Noruega (además de en otros indicios mitológicos y de otras índoles) en los que el biólogo, etnólogo y aventurero Thor Heyerdahl, el responsable de la gran aventura Kontiki, fundó sus teorías sobre los orígenes azerbaiyanos del pueblo noruego.
Es increíble la espiritualidad que reflejan las representaciones y en general la magia de la zona. Ese hombre primitivo no solo vivía en un universo exterior de sentidos sino en un mundo lleno de misticismo y espiritualidad que reflejaba a través de estas representaciones.
Durante nuestro recorrido fuimos escudriñando y descubriendo con entusiasmo, entre las abundantes rocas, representaciones cada vez mas sugerentes como danzas o ceremonias chamánicas. Lamentablemente muchas de ellas con imperdonables y abundantes muestras de vandalismo.
Tras la fascinante visita, retomamos el camino hacía la tediosa autovía. De repente nos cruzamos un coche de policía que da un frenazo, medio trompo y nos da alcance. Conocemos al copiloto. Respiramos aliviados al ver a Anthony, el amable inglés de Manchester con el que habíamos conversado frecuentemente en el hostal de Baku. Un policía con varias estrellas en las hombreras le llevaba hacía los petroglifos. Anthony delgado y de barba plateada, siempre tiene dibujada en la cara una gran sonrisa y no es raro que hubiera encandilado a la autoridad para hacerle un servicio de taxi. Es increíble las puertas que puede abrir este simple gesto.
Poco después nos encontramos con Sven y Clotilde en la imponente motocicleta Bmw 1200. No nos habíamos podido despedir de ellos antes de irnos de Baku, por lo que nos alegramos mucho de volver a verlos y cambiar contactos. Tienen intención de ver los petroglifos y después enchufarse hasta la frontera de Irán.
Conforme nuestras bicis van tragándose los kilómetros y hacemos alguna parada para tomar un te en las shaijanas (tetarías de carreteras), podemos observar una realidad rural muy alejada del brillo y la grandiosidad de Baku. Las tierras a nuestro paso son pobres y tristes. Algún árbol sobrevive en la llanura de bajos matorrales y hierbajos. En ocasiones alguna construcción ruinosa se resiste a sucumbir. Da la sensación de que la diferencia de estándares de vida entre la rica Baku y los pobres pueblos azerbaiyanos es de las mas elevadas de toda Asia central.
Recogemos agua en el saco de 10 litros junto a un puesto de control policial. Un chuchito falto de cariño se arrastra a nuestros pies suplicando unas caricias. Recibe por supuesto una buena ración, pero al marcharnos, vuelve a suplicar para que nos lo llevemos sobre las alforjas. Se pone a gemir y llorar a nuestra partida y hemos de gritarle para que no nos siga. Nos parte el corazón.
Después de 30 km empezamos a preocuparnos por el fuerte viento y la falta aparente de un posible refugio para pasar la noche. La autovía estaba flanqueada por una valla metálica y al otro lado solo había una llanura sin posibilidades de pinchar la tienda en un lugar protegido.
Entonces Marleen tuvo una brillante idea, si no puedes con la autovía únete a ella, poner la tienda bajo la carretera. Pasamos sobre unas enormes tuberías, con tamaño suficiente para montar la tienda en su interior. En cualquier caso estaríamos protegidos de la lluvia.
A la mañana siguiente la situación rocambolesca de la tienda debajo del puente bajo la autovía y un dramático cielo nublado que dejaba caer unas primeras gotas las cuales estallaban en el suelo como pequeños huevos de codorniz, me evocaba espontáneamente un cuadro surrealista. Bauticé aquel momento como: Madrugadores ciclistas desayunando bajo un puente de carreteras.
Pedaleamos unos 30 km hasta el Parque Nacional Shirvan. Hace frio pero desaparece rápidamente dando pedales con algo de más ímpetu. En el camino dejamos atrás un mud vulcano, uno de esos volcanes de barro de los que Azerbaiyán tiene casi 400. Son el resultado de una mala digestión, una mezcla de gas y barro que es vomitado desde el estómago terrestre.
Llegamos por fin al Parque Nacional Shirvan, el que fuera hace seis años director del parque, hoy degradado a segundo de abordo, nos recibe en su sencilla oficina. Narmin hace gala de un típico carácter azerbaiyano, alejado del impulsivo carácter centro asiático. Tras una muy discreta recepción, se va abriendo progresiva y calurosamente hasta contarnos los secretos y entresijos de las corruptelas en la burocracia medioambiental azerbaiyana. Por supuesto no debemos contar nada.
El tema fundamental de nuestras conversaciones es la existencia o no de caza furtiva en el parque. Comienza su relato hablándonos del colapso de la unión soviética, cómo el caos se instauró en aquellos días en toda la URSS y también en Azerbaiyán. Se dejaron de cobrar los sueldos y la gente no tenía que comer. El número de animales descendió dramáticamente y algunas especies quedaron al borde de su extinción. Quienes tenían tareas de custodia ya fuera en museos, parques u otras oficinas oficiales, traficaban con aquello que tenían el deber de proteger o custodiar. Tras esta época de caos postsoviético, poco a poco la situación se fue restableciendo con la independencia de Azerbaiyán. Actualmente la caza furtiva es prácticamente inexistente en el parque y el número de gacelas persas (el animal estrella en el parque) esta en niveles tan altos como antes de la caída de la era soviética. También hay lobos, chacales, zorros, gatos salvajes...
Narmin fue Director del parque durante unos años hasta que fue despedido como el mismo reconoce “por hablar y protestar demasiado”. Tras tres años de exilio, durante los que tuvo que buscarse la vida en Baku, las autoridades le permitieron regresar al parque degradado a subdirector.
Nos ofrece la sala de reuniones del centro de visitantes para pasar la noche. Una amplia sala con una mesa elíptica, rodeada de sillas, cuadros explicativos de la fauna del parque y algunos restos arqueológicos, de una ciudad en las orillas que el Mar Caspio se tragó hace algunas centurias. Es abrumadora la confianza que ha depositado Narmin en nosotros.
Por la mañana gracias a la bendición de recibir la justa dosis de razón lúcida en forma de cafeína, conseguimos salir temprano a pedalear por el parque. Cuando llevamos tan solo un par de minutos pedaleando vemos el primer grupo de tres o cuatro gacelas persas.
Primero nos observan y seguidamente inician una carrera en la que se elevan sin esfuerzo sobre los arbustos de la estepa, saltando ágiles y gráciles, como si las leyes de la gravedad no las vincularan. Después de unos segundos alcanzan su velocidad máxima, unos 60 km por hora, miran hacía atrás y pueden observar que hemos quedado muy lejos, se relajan.
Son muchas y por todas partes. Pero no es la gacela persa el único tesoro del parque. El mar caspio y especialmente su costa constituye una de las principales rutas de migración de aves norte-sur. Esquivan a través de esta ruta las altas elevaciones nevadas del Caucaso.
Hoy somos los únicos visitantes y probablemente los primeros tras mucho tiempo. Al parecer solo en verano acuden al parque algunos azerbaiyanos desde Baku. Según Narmin los azerbaiyanos viven la naturaleza de una manera diferente a los europeos. A ellos les gusta ir a los parques para comer y beber, pocos se paran a observar o pasear.
En el parque no hay señalización o paneles informativos, solo senderos, muchos senderos embarrados. Mejor así, podemos soñar con explorar. Tras pedalear unos 15 km, llegamos a la gran laguna de los flamencos que se sitúa en un lugar estratégico para las migraciones. En ella los pájaros pueden descansar y alimentarse antes de proseguir su marcha hacía el sur, en busca de más benignas temperaturas.
No podemos acercarnos a observar la laguna. Nos impide el acceso a las orillas una gruesa defensa natural de cañas. No podemos perdernos las vistas del santuario, así que tratamos de encontrar un lugar donde el cañizal presente flaquezas y nos permita mirar en su interior.
Tras circundarlo encontramos un acceso en forma de túnel que nos lleva a un privilegiado mirador donde descansan un sin número de aves acuáticas: flamencos, gansos, patos, cisnes, rascones, garzas, cormoranes, espátulas, fochas, cercetas pardillas, ánades, silbones, gallinetas, zampullines, zarapitos…una interminable listas de especies que conviven en maravillosa armonía.
La laguna “tiene un color especial” como dice la canción, el sol ofrece en ese momento sus rayos más artísticos: los horizontales del atardecer. Un grupo de flamencos levantaron el vuelo dejando su estela rosada en el cielo, los revoltosos cisnes regañan en una esquina de la laguna y muy cerca nuestra un zampullín, que no se percata de nuestra presencia, se introduce sin descanso en el cristal de las aguas en busca de pequeños peces.
Cuando nos damos cuenta estamos ya casi a oscuras. En el pequeño paraíso de las aves acuáticas el tiempo había volado sin apenas notarlo. Debíamos pedalear en la oscuridad. Cuando regresamos al centro de visitantes Narmin ya se habia marchado dejándonos las llaves del edificio en el exterior. No paramos de repetirnos el día tan maravilloso que se nos ha sido regalado.