Azerbaiyán y la maldición de los recursos naturales.
¡SAFTRAK! (desayuno), gritó la cocinera en ruso a las 7:45 de la mañana. Me desperté aturdido en la oscuridad después de haber dormido solo 4 horas. Durante unos segundos no sabía donde me encontraba. Estaba costado sobre una minúscula cama estrecha y dura, y todo se mecía suavemente. Fueron un par de segundos de incertidumbre, sonó un romper de olas y recordé al momento que estábamos en el barco container con el que atravesábamos el Mar Caspio, desde Aktau (Kazajistán) a Baku (Azerbaiyán).
Abordo eramos unas treinta personas entre tripulación, camioneros y seis viajeros occidentales: Sven (alemán) y Clotilde (francesa), motorizados en una flamante BMW Gs1200, Bryn el arqueólogo canadiense, Yakamoto el ciclista-ermitaño japonés, Marleen y yo. Habíamos pasado dos días en el barco y ya nos conocíamos a todos sus personajes abordo: los buena gente, los bebedores, los jugadores y los camorristas, aquellos que se pasaban el día viendo películas de peleas en la cantina y nos miraban desafiantes a los demás.
Aunque habíamos llegado a la altura de Baku, la capital de Azerbaiyán, tras 24 horas de navegación atravesando el Mar Caspio, debíamos esperar a recibir carta verde del puerto para atracar. Y este permiso se demoró al final 24 largas horas.
Teníamos Baku solo a unos 3 km. Desde cubierta podía verse una ciudad maciza de construcciones, cubierta de nubes oscuras y desgarradas que no invitaban demasiado al desembarco. De Azerbaiyán solo conocíamos sus intentos europeístas con la organización de Eurovisión, sus triunfos y buenas calificaciones en el mismo y la organización hace un par de años de los juegos olímpicos europeos.
Las vistas de la ciudad no eran del todo acogedoras y durante todo el tiempo de espera en cubierta, observando la ciudad, nos preguntábamos como sería la vida de una ciudad en la que se mezclaban las grandes grúas del puerto, los depósitos de petróleo, las refinerías, las chimeneas coronadas con llamas con numerosas moles de edificios rectangulares y modernos rascacielos.
Tras dos días en el barco, uno de ellos navegando y el otro de espera en el puerto, por fin pudimos desembarcar a las cinco de la madrugada. Tan pronto como dimos las primeras pedaladas por sus avenidas Baku entre ruinosos ladas y coches deportivos, empezábamos a barruntar el desastre que pocos días después confirmamos: Baku es una burbuja de riqueza en medio de un país indigente y desgraciado a pesar del petroleo.
Las Flame Towers y otros rascacielos, propios Dubay o Nueva York, se alzan en la ciudad orgullosos, sin pudor ni moderación, mientras una gran parte del país vive en la miseria. Baku es una de las ciudades del mundo en que se venden más coches de lujo, sus policías conducen el último modelo de BMW y sus taxis son propios de la city londinense. Todas las grandes marcas de lujo tienen concesionarios en la ciudad. Viejos ladas oxidados y humeantes esperan en los semáforos de los cruces junto a Jaguars, Lamborginis o Ferraris. Definitivamente este no era el lugar el mejor lugar para dos vagamundos en bicicleta.
Tras dos días en Baku, disfrutando de su maravilloso casco histórico, de pasear por sus exóticas calles que se debaten entre lo turco, ruso y persa, y de entrevistarnos con conservacionistas del país, emprendimos la marcha hacia el Parque Nacional Shirvan, con un par de teléfonos de contacto en nuestras agendas, que guardamos como un tesoro en la riñonera. No eran los teléfonos de ningún ministro o alcalde, sino de algunos encargados de Reservas y Parques naturales de Azerbaiyán.
(…)
La carretera de tierra obliga a coger el manillar con firmeza, estar atento y esquivar algunos baches. Todos imposible, pero al menos los más profundos necesario. Como nosotros haciendo eses, circulan también muchos otros coches. Tras la primera línea de casas, que sin plan de ordenación urbana o algo parecido se adosan a la carretera, se levantan los péndulos y sus torres extractoras de petróleo. Se balancean sin pausa llenando los bolsillos de la clase dirigente azerbaiyana.
El país flota sobre una mezcla de petróleo y gas, generando una riqueza que únicamente encuentra algún reflejo en los rascacielos de Baku, sus lujosos hoteles, cuentas en Suiza o los numerosos y mastodónticos vehículos innecesariamente hipermotorizados. Pero por debajo de este brillo que disfruta el 10 por ciento de la población azerbaiyana un 90 por ciento vive cercana a la miseria. Gentes sin derechos sociales en extenuantes jornadas de trabajo por un salario misero.
Las bombas extractoras y las llameantes chimeneas, no solo se extienden a lo largo de la línea de costa junto a la capital, sino también entre las casas de zonas deprimidas donde las madres salen a las cunetas de catastróficas carreteras a pedir caridad junto a sus niños disminuidos . Nos paramos junto a una de ellas, de pie a la derecha en la cuneta. Su hijo de 14 años se hunde en una silla de ruedas. Su cuerpo esta consumido, sinceramente es un saco de huesos, sus muñecas están retorcidas. No puede controlar la emoción de nuestra presencia.
¿Dónde esta el oro negro que corresponde a estas gentes? ¡Que gran forma de viajar la bici que nos permite ver y sentir como bofetadas en la cara todas estas injusticias! Para el turista que con medios ordinarios viaja a Baku, desplazándose en minibus concertado, es fácil dejarse engañar por el bullicio, los rascacielos y el esmerado orden y la pulcritud de los museos. Regresa a casa pensando que los ciudadanos de Azerbaiyán gozan de un buen nivel de vida gracias a su bendición petrolífera.
Diamond Jarred fue el primero al que escuché hablar sobre la paradoja de la maldición de los recursos naturales. Ocurre con demasiada frecuencia que países agraciados con recursos naturales, caen en una especie de maldición al explotarlos. Dice Jarred en su libro Sociedades comparadas que estos recursos se convierten paradojicamente en origen de desigualdad, separatismos, guerras, corrupción, inflación, falta de competitividad, hundimiento de sectores económicos preexistentes y en definitiva freno al desarrollo económico y social.
Azerbaiyán ocupa el número 22 entre los países productores de petróleo con una superficie algo menor que Andalucía. Sería fácil vaticinar un rápido crecimiento, pero tiene todos los síntomas de sufrir la maldición de los recursos naturales o también llamado mal holandés. En 1960 Holanda descubrió reservas de gas natural en sus costas, esta desgracia llevó al país a una de las crisis económicas mas graves de su historia.
Hoy dormimos en uno de los peores lugares en todo el viaje. Tras salir de Baku pedaleamos casi 80 km y no encontramos un lugar adecuado para acampar, todo son refinerías, solares embarrados, amasijos de hormigón, chatarra o basura . Hemos puesto la tienda en una ruina histórica, una caravasar (antiguos hospedajes caravaneros en la época de la ruta de la seda). Está lamentablemente en un estado muy ruinoso y ubicado en el lugar más ruidoso en el hemos dormido en todo el viaje. Al oeste tenemos una ruidosa refinería con sus péndulos de petróleo balanceándose permanentemente junto a ella una fila de chimeneas lanzando llamas. Al norte un rio que apesta ocasionalmente, contaminado por las industrias cercanas y al este una vía de tren y una autovía.
Pero a pesar de todo el caravasar es un lugar mágico, sus paredes de piedra, contienen grabados los nombres de viajeros y exploradores épocas pasadas, entre ellas las de un solado ruso que dejó su nombre Igor en 1856. Milagrosamente el interior del edificio histórico se muestra un buen lugar para refugiarse de los ruidos y los efectos derivados de la maldición de los recursos naturales o los males holandeses.