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Pedaleando las montañas de Kirguistán; El paso de Tossor


El 13 de Agosto entramos en Kirguistán, la conocida como Suiza de Asia central. Más del ochenta por ciento del país es pura montaña y podría decirse que entramos pedaleando por una pequeña puerta trasera: la frontera de Kegen. En un corredor natural entre diferentes estribaciones de la cadena montañosa Tian Shan, se úbica este solitario y poco concurrido puesto fronterizo que permanece abierto sólo algunos meses al año. Es una esquina poco explorada del país que recorrimos durante varios días pedaleando por caminos entre montañas, sin poblados ni asfalto pero con paisajes sobrecogedores. Los únicos pobladores de estas tierras son pastores nómadas que se desplazan estacionalmente con sus ganados y viven en tiendas tradicionales llamadas yurtas.




Tras tres días de acampadas en pura naturaleza, alcanzamos la pequeña ciudad de Karakol, situada a orillas de un enorme lago: Issyk Kul y junto a un gran mazizo montañoso parte de la gran cordillera Tian Shan. De esta ciudad parten una gran cantidad de expediciones de turistas, aventureros y exploradores hacía las cercanas montañas. Su historia es relativamente moderna remotándose sus orígenes a 1869, cuando los colonizadores rusos edificaron en su actual ubicación un acuartelamiento que servía de base a sus expediciones exploradoras e imperialistas.




En los tiempos en que Kirguistán dependía de las decisiones de Moscú e incluso en la actualidad, Karakol es también conocida como Przhevalsk, rememorando la figura del aficionado naturalista y gran explorador ruso de las regiones de Centroasia: Nicholay Przhevalsky. Su más conocido descubrimiento para el mundo natural fueron los casi extintos caballos salvajes Przewalski.



Karakol es una pequeña ciudad de esmerado estilo colonial ruso, para nosotros con un gran encanto pese a lo que afirme la conocida guía de viajes Lonely Planet. Sus exquisitas casas de estilo gingerbread «pan de jengibre» y su catedral ortodoxa trasladan al viajero sin dificultad a los tiempos coloniales rusos. Esta coqueta ciudad constituyó para nosostros durante un par de días, como lo fuera para los grandes exploradores rusos, base de operaciones para planear el futuro de nuestro pedalear a través Kirguistán.



Nos planteamos dos opciones, bien recorrer el país siguiendo las principales carreteras que recorren los valles del país o bien abandonar el asfalto adentrarnos en las alturas de los inhóspitos macizos montañosos kirguises. La decisión no era facil, lo cierto es que a pesar de las magníficas experiencias vividas en las altas montañas de las regiones Chino-tibetanas y de las apasionadas lecturas de aquellos días sobre las exploraciones rusas, nos faltaba el valor necesario para adentrarnos en una cordillera llena de picos nevados, que anochecía azotada por tormentas y amanecía diariamente bajo una densa cortina de sombrías nubes .


Cuando salimos de Karakol en dirección Bishkek, nuestros planes eran conservadores, pragmáticos y poco aventurescos: Permanecer en lo posible pedaleando sobre asfalto, tratar de no salir de los valles y dejar de lado las montañas, el frío y las tormentas. Sin embargo el primer impulso irracional que nos metió de lleno en las cordillera Tian Shan, ocurrió cuando habíamos pedaleado algo menos de 90 kilometros desde Karakol. En el pueblo de Tossor dejándonos llevar por las agradables temperaturas, la belleza del paisaje, decidimos introducirnos en el camino que lleva al paso de Tossor, una pista «Tossor road» que aparece definida en alguna pagina web como una de las carreteras más peligrosas del mundo.


Después de una aventura de cuatro días, recorriendo caminos con paisajes asombrosos y algunos de los lugares más inhóspitos de nuestro viaje, nos vimos alentados a seguir huyendo del asfalto e incluso explorar los pasos montañosos más desconocidos y remotos que surgieran de camino a Bishkek. La acampada libre, satisfacer la sed con las aguas de cualquiera de los ríos que nos salían al paso, bañarnos enfrentandonos al calor en las heladas aguas descongeladas que bajaban de las laderas, dejar de cruzarnos con vehículos o personas, apenas ver otros humanos que los escasos nómadas que habitan las montañas, la posibilidad de observar animales salvajes y hacer maravillosas fotos, eran experiencias que nos habían cautivado y queríamos seguir disfrutando.


Día: 19 de Agosto

Km recorridos: 42km.

Alojamiento: Tienda junto a yurta de pastores.

Coordenadas: N41.87867/E007.08755


Me levanté sobre las 7:30. Todos en la familia de pastores se encontraban ya trabajando. La madre, como había anunciado el día anterior, ordeñaba desde el amanecer cada una de las cinco vacas de que disponía la familia. En el interior de la yurta colgaba una enorme red llena de pequeñas bolas de queso hechas con la leche que ella extraía diariamente y que serían vendidas durante el fin de semana en el mercado del valle, en Tossor. El padre y los dos hijos mayores acondicionaban y ensillaban un caballo de su yeguada que iba a ser expuesto para su venta. La hija mayor se ocupaba de llevar el rebaño de ovejas a los prados situados a alturas inferiores. Y el niño pequeño, de enormes mofletes rosados y casi dos años cumplidos, se dedicaba a observarnos, entretenernos y mostrarnos cómo escupir posicionando su lengua detrás de las paletas delanteras, con la misma habilidad que lo hacían su padre y hermanos.


Nos hicimos la foto de rigor con la familia, que prometimos mandarles de vuelta algún día, y aprovechamos para comprarles algo de pan y dos puñados de pequeñas bolitas de queso duras y amargas. Con estos víveres artesanos elaborados por la propia familia en su yurta, pudimos llenar nuestras alforjas, que debido a nuestra improvisada decisión, no cargaban los suficientes alimentos para recorrer los tres días de travesía montañosa.

Desde los 2800 metros de altura a los que se encontraba la yurta, fuimos remontando lentamente con esfuerzo por el camino serpenteante, dejando atrás rebaños de ovejas y vacas guiados por pastores a caballo, cuyas yurtas moteaban de blanco las laderas de las montañas. Poco a poco fuimos alcanzando la mágica cifra de los tresmil y pico metros, en un pastizal alpino donde el silencio solo se rompía por los agudos gritos sociales de alguna marmota que alarmada al vernos advertía a sus congéneres de nuestra presencia. Es curioso que digan los naturalistas que se emparentan con las ardillas, viendolas correr dificultosamente con sus cortas patas y sus obesos cuerpos rechonchos. Era tal el silencio que podíamos oír el crujido de nuestros neumáticos sobre la tierra.


Al fondo, el camino seguía subiendo hacia las altas cumbres nevadas, sin que pudiera adivinarse si el paso nos dirigiría dirección este u oeste. El Sol nos acompañaba la mayor parte del recorrido y solo de vez en cuando una pequeña nube nos robaba sus rayos durante unos minutos, en los que nos veíamos obligados a detenernos y abrigarnos. Rozábamos ya en los 3400 metros, y a esta altura las marmotas se multiplicaban en número. A ambos lados del camino gritaban, corrían dificultosamente y a veces permanecían como congeladas a la espera de no ser vistas en la inmovilidad junto a sus madrigueras. Era un gran espectáculo natural.



A estas elevadas alturas nos asombró la llegada de un pequeño rebano, en dirección contraria a la nuestra. Era guiado por dos jóvenes y orgullosos pastores a pie, no mayores de 16 anos. Las ovejas al vernos quedaron paralizadas, se negaban a avanzar. Tratamos de apartarnos fuera de los margenes del camino, pero el pedregal procedente de los aludes de la ladera hacía imposible alejarnos más del camino.


Las ovejas petrificadas y se resistían a avanzar en nuestra dirección, y los jóvenes pastores ostensiblemente contrariados comenzaron a gritar a las ovejas que no reaccionaban. Uno de ellos enojado por la falta de obediencia de los animales, cogió una piedra del tamaño de un melón y la arrojo sobre el grueso del rebaño. Acertó en la cabeza de una preciosa oveja de lana blanca y manchas suaves de color café. Sonó un golpe hueco y cruel. La oveja se desplomó al instante, con los ojos abiertos sacudiendo las patas traseras. Yo miré inmediatamente el rostro de Marleen de cuyos ojos brotaron lágrimas que se resistían a caer.

El joven pastor continuo gritando como si nada hubiera ocurrido, su otro compañero conmocionado como nosotros, trató de incorporar a la oveja, que con los ojos abiertos era incapaz de sostener su peso, pese a los reiterados intentos del zagal. Continuamos pedaleando con la imagen del brutal impacto, que en un instante nos había robado las maravillosas sensaciones acumuladas durante esa mañana en la montana.



Para recorrer los últimos 250 metros hasta el paso, necesitamos más de una hora. El camino se había convertido en una pedrera procedente de los glaciares y torrenteras de agua y el avance solo era posible empujando las bicis, muchas veces entre los dos. En ocasiones nos sorprendía el sonido estremecedor de las piedras cayendo desde las cimas.


Llegamos exhaustos al paso de Tossor, soplaba un gélido viento en contra, pero el sol nos regalo algunos minutos sus cálidos rayos para contemplar el asombroso paisaje montanoso, antes de empezar el descenso al otro lado de la cima. Grandes nubarrones se apropiaron del cielo y amenazaban con descargar sobre nosotros una buena tormenta. Numerosos torrentes de agua y pequenos ríos nos salían al paso, obligandonos en muchas ocasiones a quitarnos los zapatos para vadearlos descalzos empujando nuestras bicis sobre un lecho de piedras y guijarros . Todos vertían sus aguas en al río Jilsuu que discurría junto a nuestro camino. Algunos de estos pequeños afluentes conservaban afortunadamente puentes construidos en la época soviética. Nos preocupaba enormemente llegar a alguno de estos ríos demasiado crecido o que las lluvias nos bloquearan el paso o el regreso.




Tras el paso de Tossor el camino fue perdiendo de altura lentamente, no había yurtas, humanos, ni tampoco animales. La llegada de la noche forzó la acampada entre el camino y el rio Jilsuu. Al otro lado del rio se levantaban dos grandes mazizos de piedra negra, de unos mil metros de altura, cubiertos parcialmente por nieve, que emitía regularmente unos fuertes crujidos. Durante la cena no podíamos ocultar nuestro temor y cierta preocupación de estar a más de 3100 metros de altura, en un lugar tan alejado de la civilización, sin conexión telefónica o internet, sin un pronóstico fiable del tiempo, sin un poblado o gente a muchos km a la redonda...A la vez nos invadía una indescriptible sensación de excitación y placer por lo desconocido.










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