Pedaleando por Vietnam
Comer carne de perro; ¿Cuestión ética o simplemente de gustos? Eran las 13:30, habíamos recorrido 45 km desde el desayuno. La calor llevaba una hora apretando fuerte y atravesábamos una pequeña aldea. Marleen que circulaba delante me hizo una señal para parar a la derecha. Estábamos hambrientos y cuatro mesas de plástico azul, tres ventiladores y una vitrina polvorienta con verduras y algunos pollos colgados habían llamado su atención.
Yo avancé algo más casi sin prestar atención. A escasos metros del bar, sobre la acera y en cuclillas un viejo vietnamita con una antorcha de cañas de bambú, quemaba la piel tensa como el pellejo de un tambor, de un perro. El animal, por supuesto ya muerto, mostraba a través de su tirante boca toda la ristra de dientes dibujando una macabra sonrisa. El vietnamita me miraba orgulloso, mientras con una mano aplicaba el fuego al cuerpo del can, con la otra agitaba un abanico avivando la llama. Yo entendí por su mirada que las fotos eran en todo caso admisibles e incluso deseables.
Con algunas palabras de vietnamita que diariamente tratamos de aprender y memorizar junto al también escaso inglés del matarife, parecimos entender que el perro había carecido de alma, por no haber conocido en su vida, ni las caricias, ni los cariños propios de los otros canes que no son para comer. Había nacido y sido criado para ser servido en la mesa. Comer carne de perro es una tradición arraigada y una exquisitez en Vietnam. Su carne es más cara que la de pollo o ternera, de lo que nos beneficiamos los carnívoros que no deseamos comer perro, ya que hace menos probable que te den “gato por liebre”, valga el símil. Los orígenes de esta costumbre son discutidos, pudiera haber sido importada de la época de ocupación china o derivarse de la pura necesidad en periodos de escasez y hambruna. Se acostumbran a destinar al consumo solo determinadas especies y son animales criados y tratados conforme el destino para el que han sido concebidos: terminar en un plato. Ya en Hanoi, días después hablando con Lu, un joven universitario que nos abordó cuando paseabamos para practicar su inglés, nos contó que comer perro es una tradición que se encuentra en declive. Es una cuestión de actual debate en Asia, como lo demuestra el hecho de que países del entorno como Taiwan, hayan prohibido recientemente su consumo. Después de tomar notas y fotos del fenómeno culinario-cultural, nos dedicamos a comernos un gran wok de arroz con verduras. Cuando terminamos y estabamos listos para empezar a pedalear de nuevo, el can ya estaba practicamente descuartizado. El vietnamita nos saludó efusivamente cuando nos partir, desconociendo nuestros pensamientos y opiniones sobre la sangrienta masacre. Eran casi las 3 de la tarde, la peor hora para pedalear entre la calurosa humedad de los arrozales.
El agua llegaba a las plantaciones del valle elevada mediante 6 gigantescos molinos de madera, de más de 20 metros de altura, construidos sobre el río Ma que recorríamos en paralelo. Infatigables mujeres vietnamitas con ropas de vivos colores y sombreros cónicos trabajaban agachadas en los campos inundados. No había un centímetro de terreno sin cultivar hasta las colinas. Y en las colinas plantaciones de plataneras se alternaban con el bosque.
Tras unos 30 km con el único paisaje que arrozales de un verde intenso, van aperenciendo en el horizonte de la gran llanura, decenas de grandes pilares calcareos de cimas redondeadas. Nos acercamos lentamente a estas formas majestuosas, que desafían ser conquistadas. Cuando llegamos a los primeros, el sol se va perdiendo en el horizonte y ponemos las luces de las bicicletas. Nos paramos a hacer algunas fotos del atardecer y consultar el mapa. Parece que estamos cerca de un pueblo llamado Cam Thuy en el que seguramente vamos a encontrar un albergue para pasar la noche.